La enfermedad de Parkinson está provocada por una reducción de los niveles de dopamina, un neurotransmisor encargado de llevar a los receptores la información necesaria para el movimiento normal del individuo y sin el cual estos receptores no interpretan el movimiento produciendo temblores, rigidez e inestabilidad. La causa de esta carencia reside en la degeneración de algunas células de los ganglios basales del cerebro.
Por ahora se desconocen los causantes de la enfermedad, si bien se cree que debe responder, por un lado, a factores genéticos hereditarios y, por otro, a circunstancias del medio ambiente. El estrés o las emociones fuertes pueden poner en evidencia la enfermedad, pero no provocarla. Aunque las personas de cualquier edad pueden padecer Parkinson, incluso niños, lo más normal es que los primeros síntomas aparezcan a partir de los 50 años, especialmente entre los 60 y 70 años. De hecho sólo el 15 por ciento de los enfermos manifiestan síntomas antes de los 50 años. Se calcula que una de cada cien personas mayores de 60 años padece este trastorno. En España la cifra de afectados se sitúa en las 80.000 personas.
El diagnóstico de la enfermedad de Parkinson es más difícil de lo que se cree comúnmente, entre otras cosas, porque al inicio de la enfermedad los síntomas son escasos y fáciles de confundir con otras alteraciones. Además no existe un estudio específico que pueda diagnosticar la existencia o no del trastorno, sino que se debe recurrir a métodos indirectos como el descarte de otras enfermedades comprobables o la respuesta a los medicamentos antiparkinsonianos.
Síntomas primarios y secundarios
Existen cuatro síntomas clásicos que suelen aparecer en la mayoría de los afectados pero no en todos. Estos síntomas son el temblor en reposo, la rigidez muscular, la lentitud de movimientos y la alteración del equilibrio, lo que impide al paciente permanecer de pie de manera estable. Al margen de estos síntomas, la enfermedad puede acarrear una amplia gama de consecuencias, algunas más comunes como el síndrome de piernas inquietas (calambres en las extremidades inferiores cuando el individuo está acostado), depresión, trastornos del sueño o la sensación de quedarse enganchados al suelo y no poder moverse. Otros son más frecuentes, como los trastornos del lenguaje (disminución del volumen de la voz, pérdida de la entonación, conversación rápida ininteligible o tartamudeo), disfagia o dificultades para tragar los alimentos, salivación excesiva, transpiración profusa, mareos, hipotensión ortostática (disminución de la tensión al pasar de estar acostado a levantado), trastornos mentales, alucinaciones, confusión, distonías (movimientos involuntarios a causa de la contracción de algunos músculos), dolores en brazos o piernas, etc.
Tratamiento de la enfermedad de Parkinson
El tratamiento más habitual es el farmacológico. Entre los medicamentos más empleados destaca la levodopa que al tomarse por vía oral llega al cerebro donde se convierte en la dopamina, neurotransmisor cuyo déficit desencadena la enfermedad. El problema que presenta la levodopa es que sus efectos tienen una duración muy corta, por lo que los pacientes experimentan en el mismo día períodos de bienestar y de empeoramiento. Esta peculiaridad se conoce como «deterioro de fin de dosis». Por este motivo, se han desarrollado otros fármacos que intentan corregir este defecto, es decir, que la dopamina permanezca más tiempo en el organismo. Los más importantes son los agonistas dopaminérgicos, que comprenden la apomorfina o la bromocriptina. Entre los tratamientos no farmacológicos destacan la práctica de ejercicio físico y la terapia ocupacional (sencillas actividades en los lugares de trabajo). Las técnicas quirúrgicas se emplearán como último recurso ya que sólo unos pocos pacientes experimentarán mejoría tras la operación.
Algunos consejos para los enfermos de Parkinson
El principal riesgo radica en sus problemas de estabilidad y en las posibles caídas que a ésta acompañarían. Se debe realizar una alimentación completa y recibir la luz del sol con regularidad pues, de lo contrario, el riesgo de sufrir fracturas óseas puede aumentar. Además, el escaso consumo de líquidos puede predisponer a la deshidratación. El estreñimiento y la falta de movilidad también pueden desencadenar consecuencias perjudiciales para el individuo.
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